domingo, 16 de junio de 2013

Haruki Murakami: la nebulosa Ojo de Gato

Pues porque todo el mundo, en mayor o menor medida,
busca un lugar imaginario.
Y la gente viene aquí para ver un jardín fantástico
creado de forma exquisita que parece flotar en el aire
y para verse a sí misma incluida dentro de esta escena.
Al sur de la frontera, al oeste del sol (2003)

Podría haberse dicho, sí, que Murakami es sólo un mero reservorio de leitmotivs adolescentes, que su literatura occidentaliza al Japón y que Adorno no hubiera tardado en condenar a la hoguera todos sus libros. Tarea fácil pero infiel: Murakami ha sido capaz de hermanar a las masas y a lectores más exigentes y no sería fructífera aquí la práctica de un reduccionismo alto-modernista.  Así como Barthes, al hablar sobre el Japón, dejó de lado inmensas zonas de sombra (“el Japón capitalista, la culturalización americana, el desarrollo técnico, etc.”) para dar lugar a que un tenue hilillo de luz busque su Japón (aquel que estremeció su persona, que lo hizo escribir), del mismo modo ensayaré mi lectura sobre Murakami, prescindiendo del rincón pesimista de la forma, para escribir, para escribirme. 

Murakami es una literatura en donde no hay nadie. Todos están solos y lo seguirán estando. Es una estación de metro que no te permite bajar sino a uno solo por vez. Nocturna, onírica, magnética: Murakami es una literatura para gatos. Todos sus personajes son, en alguna medida, gatos. El lector desciende del vagón y camina por calles sin nombre esperando que las cosas del mundo se le tornen incomprensibles. Sabe que en algún momento se producirá un evento particular y que en aquella ciudad innominada emergerá una fisura, una hendidura, que desgarrará lo racional. Por eso camina sin rumbo, como un promeneur alcoholizado, por el motel Alphaville o el bar de Jazz Robin's Nest o el Hotel del Delfin o Junitaki o El pueblo de los Gatos: el lector (occidental) persigue ese desconcierto, hace cola en esa domiciliación borrada, para alcanzar el factor enigmático, la realidad paralela. Murakami nos repite, de este modo, que lo racional no es más que un sistema entre otros. 

Tokio: Barthes nos la describe como una ciudad antípoda, ilógica, cuyos signos son impresiones y no descripciones, donde para orientarse no hace falta guía,  teléfonos o nombres, sino la vista, el andar y la experiencia: “Las ciudades cuadrangulares, enredadas (Los Ángeles, por ejemplo), producen, se dice, un malestar profundo; hieren en nosotros un sentimiento cenestésico de la ciudad, que exige que todo espacio urbano tenga un centro adónde ir, de dónde volver, un lugar completo con el que soñar (…) Occidente ha comprendido muy bien esta ley: todas sus ciudades son concéntricas (…) y este centro está siempre lleno (…) La ciudad a la que me refiero (Tokio) presenta esta preciosa paradoja: posee bien definido un centro, pero este está vacío. Toda la ciudad gira en torno a un lugar a la vez prohibido e indiferente (…) habitada por un emperador al que jamás se ve (…) De esta manera, se nos dice, el imaginario se desplaza circularmente, a través de idas y venidas a lo largo de un sujeto vacío” (El imperio de los signos, 49). 

El promeneur solitaire recorre aquellos anillos, los dibuja con su andar en la noche del mundo. Sin proponérselo, poco a poco bosqueja aquella grieta que tanto busca. Camina irracionalmente. Se desplaza por Pi. El abismo máximo –dice Zizek- no es un abismo físico sino el abismo de la profundidad de la propia persona. Murakami nos recuerda este infinito personal, juega con el orden simbólico intentando que el lenguaje cese: “En el seno de este universo, no resulta asombroso el hecho de que una vaca ande buscando unas pinzas” (La caza del carnero salvaje, 76); “En definitiva, todo se ha desarrollado en un lugar inaccesible, similar a una profunda grieta. En el periodo de tiempo que va de la medianoche al alba, ese tipo de lugares abre puertas furtivamente en las tinieblas. En esos lugares, nuestros principios carecen de toda efectividad. Nadie puede prever dónde y cuándo van a engullir esos abismos a una persona; dónde y cuándo van a escupirla” (After Dark, 130); “Pero nadie podía decir hasta cuándo seguiría viviendo. Todo cuanto tiene forma puede desaparecer en un instante. Yukiko y la habitación donde estábamos. Las paredes, el techo, la ventana. Antes de que te dieras cuenta, todo podía haberse borrado para siempre” (Al sur de la frontera, al oeste del sol, 76); “Algo estaba sucediendo. A Aomame no podía habérsele pasado por alto una noticia tan importante. El sistema del mundo empezaba a enloquecer por alguna parte. Mientras caminaba, su cabeza seguía dando vueltas con rapidez. Hubiera ocurrido lo que hubiera ocurrido, tenía que recomponer otra vez su mundo en uno solo. Tenía que darle una lógica. Y rápido. Si no lo hacía, podría pasar algo absurdo” (1Q84, 85). 

El promeneur alza la vista, contempla la nebulosa Ojo de Gato. No comprende nada, está vacío, sólo es. En Japón, nos dice Barthes, siempre ocurre algo: en el bar, en la calle, en el almacén, en el tren. “Ese algo –que es etimológicamente una aventura- es de orden infinitesimal: una congruencia del vestido, un anacronismo de la cultura, una libertad de comportamiento, una falta de lógica en el itinerario, etc. Hacer un recuento de estos acontecimientos sería una tarea sisífica, ya que sólo brillan en el momento en que se los lee (El imperio de los signos, 108)”. Sisífica es, justamente, la tarea de Murakami, la aventura del promeneur, el trabajo del lector: empujar las palabras por la pendiente simbólica para intentar vaciarlas (abrirlas) y luego correr para que no lo aplasten. 

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