martes, 23 de julio de 2013

Woody Allen y el cine clase turista

[Post scríptum: este texto fue escrito inmediatamente después del estreno de "To Rome with Love" y tenía la intención de polemizar directamente con aquel film. Al quedar cajoneado por varios meses puede que el texto haya perdido su sentido inicial, pero a pesar de su lígero anacronismo (que será nuevamente actual cuando se estrene una nueva película) nos sirve para seguir pensando la obra de Woody Allen]

Los cineastas Dziga Vertov y Sergei Eisenstein, cada uno fiel a su estilo y a su propia visión de la revolución de Octubre, intentaron, tanto con sus intervenciones teóricas como con sus películas, no solo consolidar el naciente arte cinematográfico (mirado siempre con sospechas desde el Partido) reinventando la gramática fílmica y dotando a la imagen de un estatuto nuevo, sino también revelar la importancia y las múltiples posibilidades que yacían en su interior para hacer manifiestas realidades que se encontraban ocultas o invisibilizadas a la sociedad. En sus escritos, Vertov sostenía que el cine debía servir para mostrar y conocer el mundo, pero también -y aquí es donde sus ideas comenzaban a ser realmente revolucionarias- para transformarlo (no por nada Jean-Luc Godard eligió bautizar Dziga Vertov Group a su colectivo de cine militante).

¿Por qué empezar hablando sobre cineastas soviéticos de la década del ’20-‘30 en un artículo sobre Woody Allen? Básicamente porque a diferencia de Vertov o Eisenstein, que veían en el cine un modo de incidir sobre la realidad (como ejemplo paradigmático ahí está la escena de la matanza de civiles en la escalera de Odessa en “El acorazado Potemkin”, situación imaginada por el propio Eisenstein y que fue prácticamente incorporada en el imaginario popular como antecedente inmediato a la revolución), las películas de Allen (en todo caso su última etapa, que es de la que me ocuparé aquí) hacen de la realidad (europea) un objeto de contemplación que se acepta sin cuestionamientos y que sus películas reproducen análogamente; o, peor aún, que en su intento de fidelidad terminan distorsionando y cristalizando.

Pero no exageremos y vayamos de a poco.

Woody Allen ingresa al nuevo milenio con una serie de comedias menores que pasarían con más pena que gloria (“The Curse of the Jade Scorpion”, “Hollywood Ending”, “Anything Else”, entre otras). Se pensaba, con razón, que su mejor época había pasado, y que su cine ya sólo podía aspirar, como mucho, a sacarnos un par de sonrisas a partir de alguna idea ingeniosa o por algunos de esos diálogos característicos suyos que tanto nos gustaban; en el fondo no queríamos reconocer que todos esos chistes eran una versión degradada de películas anteriores; no importaba, lo aceptábamos como quien acepta a un tío decadente pero gracioso en navidad. Pero el estreno de “Match Point”, un drama ambientado en Inglaterra (Woody salía de New York, ¡oh!), nos agarró con las defensa bajas y de pronto, y sin que nadie lo hubiera previsto, sentimos con excitación (además de la obvia excitación de ver a una Scarlett Johansson en su punto más alto de belleza) que el mejor Woody Allen estaba de vuelta. El serio. El que cita a Dostoyevsky y Strindberg. El que habla de los grandes temas. El de “Crimes and Misdemeanors” pensamos extasiados, sin darnos cuenta, por lo menos en un principio, que ¡la película era la misma! No importaba nada, le creíamos y éramos felices.

Después vino “Scoop” y bueh …historia conocida.


Show me the money

Envalentonado tras su experiencia inglesa, Woody Allen comienza a recibir propuestas para situar sus películas en distintos territorios europeos. Esa serie de films que comienza con “Match Point” y se cierra (por ahora, esperemos) con “To Rome with Love” (excluyamos por ahora a “Whatever Works” ya que aunque comparta muchas de las características con las películas que las preceden y suceden, sus defectos y virtudes están más emparentadas con los films previos a “Match Point”) van a ir apareciendo progresivamente una serie de marcas y tópicos construidos alrededor de una imaginería romántica, exótica, turística y estereotipada de Europa, y que va a dar como resultado un cine filosóficamente light, narrativamente pobre y psicológicamente obvio.

En este período europeo el proceso de producción de las películas de Woody Allen parece invertirse: antes era Allen el que tenía un guión entre manos, pero su realización se supeditaba y se negociaba con los estudios y productoras (Woody Allen siempre tuvo una complicada y ambigua relación con los sistemas de estudios americanos, teniendo que conseguir financiación muchas veces por fuera de las grandes majors); pero ahora es al revés, ahora son directamente las productoras y los gobiernos extranjeros (“To Rome with Love” fue financiada por un grupo de distribuidores cinematográficos de Roma y “Vicky Cristina Barcelona” por el gobierno de Cataluña), quienes ofrecen las condiciones para que Allen filme. La producción es en este caso la que determina los materiales (por ejemplo la obligación por contrato de que se vea tal o cual landmark característico de Roma), por lo que el guión no parece surgir como una necesidad de expresión (esa necesidad paradójica del artista de no poder no expresarse que sostiene Sergio Cueto) sino como una consecuencia, como un encargo, como un largo y correcto video turístico publicitario. En este contexto no parece ilógico que estas películas sean de una liviandad pasmosa.

Uno podría pensar también que ciertas imposiciones externas (como la que se autoimpuso por ejemplo, el escritor francés Georges Perec en la novela “El secuestro” de escribir sin la letra E, o Stanley Kubrick en “Barry Lindon” de filmar sin luz artificial) podrían transformarse en virtudes y que el cambio en todo caso podría rejuvenecer al cine de Woody Allen. Pero lo cierto es que aunque Allen salga de su hábitat y vaya a enfrentarse a una cultura distinta, sus películas están lejos de ser antropológicas (en el sentido de extraer del viaje y el contacto con el otro un verdadero conocimiento, ya sea del otro o de uno mismo), ya que su aproximación sobre el otro es vago y general, estereotípico y banal (piénsese sino el modo en el que directores tan disímiles como Richard Linklater, Werner Herzog o Claire Denis filmaron un lugar que no les era propio sin caer en la estereotipia o el exotismo); su cine se hace turístico porque se contenta con registrar el inevitable choque de culturas, pero no para dejarse permear por lo diferente, sino porque deja cada cosa incontaminada en su lugar: nosotros por un lado, ellos por el otro; de este modo ninguna síntesis es posible.

La Europa que Woody Allen construye en estas películas más le debe a los imaginarios románticos y turísticos que tenemos sobre el viejo continente que a una verdadera indagación sobre una cultura distinta. Como bien dice Roger Alan Koza “en Roma hay muchas historias, nos dice mirando a cámara un vigilante [en “To Rome with Love”], pero no hay indicios de Historia en las cuatro historias”. Las ciudades se convierten entonces en una excusa (excepto quizás en el segmento de la joven pareja italiana en “To Rome with Love” o sesgadamente en “Midnight in Paris”) y no en una necesidad de la trama, Europa oficia entonces como un decorado tibio. En este sentido, Europa se woodyalleniza en lugar de Woody Allen europeizarse. La distancia y desapego de su cámara hacia lo representado hace parecer como si filmara de memoria, como si solamente se hubiera contentado en registrar, no ya la Europea real (otro día nos ponemos de acuerdo sobre qué es eso) sino las representaciones europeas que lo atravesaron durante toda su vida (en todo caso esa mirada distorsionada hubiera sido productiva si la hubiera hecho conciente), lo que ya sabía de antemano sobre Inglaterra (campiñas, aristocracia, wit británico), España (arquitectura, flamenco, fogosidad latina), Francia (París como ciudad romántica, imaginario artístico, refinamiento) e Italia (tenores, Begnini, monumentos, histrionismo).

Es claro que la comedia, más allá de cierto carácter universal que la atraviesa (y eso es en parte a lo que apunta -y fracasa- Woody Allen), necesita códigos comunes que puedan ser cuestionados, ironizados, desnaturalizados, pero si ese suelo común no existe y a su vez se insiste en retratar cierta cotidianeidad e idiosincrasia de cada lugar, es inevitable que una mirada estereotípica y turística se imponga sobre las demás. Pero Allen ni siquiera hace del cliché un elemento productivo sobre el cual trabajar, sino que los reproduce, los acentúa. Todo sigue igual que siempre, pero degradado, masticado, regurgitado y puesto como objeto de consumo burgués. De este modo, parece filmar el mundo como una postal en movimiento, como un souvenir turístico destinado a servir de registro del haber-estado-allí, como una forma de fijar lugares y eventos en la memoria.

Todo lo sólido se desvanece en el aire

Hay a su vez un correlato narrativo a la forma superficial que tiene este Allen de aproximarse a los otros, y tiene que ver con la liviandad con la que últimamente suele enfocar los materiales narrados. Woody Allen siempre se caracterizó, aún en sus comedias más livianas, en apuntar a los grandes temas filosóficos occidentales: el amor, la culpa, la muerte, el tiempo, la infidelidad, la memoria, la religión, el arte, el psicoanálisis, etc. Pero así como Europa aparece plana, sin fisuras y liberada de toda conflictividad, estos tópicos aparecen también prácticamente como abstracciones, pero no porque no surjan materializados en la trama o como la problemática de tal o cual personaje, sino todo lo contrario, son explicitados al borde del subrayado y reducida toda su complejidad a un par de acciones o conversaciones que sintetizan y expresan su sentido (por si andábamos algo despistados y no nos habíamos dado cuenta).

Del mismo modo, las figuras humanas dejan de ser personajes con un bagaje psicológico e histórico a cuestas para trasformarse en actantes, en figuras narrativas sobre las cuales recaen acciones. Pero esto no es algo negativo per se (algunos de los mejores directores o escritores de todos los tiempos como Bresson, Hitchcock o Robbe-Grillet han trabajado de esta manera), el problema aquí es que la construcción de personajes falla (compárase sino los pobres bocetos humanos de “You Will Meet a Tall Dark Stranger” o “To Rome with Love” con la complejidad psicológica que conseguía Allen en las mejores de sus películas, léase “Manhattan”, “Interiors” o “Another Woman”) y lo que nos quedan son algunos semas aislados unidos a un nombre propio que insinúan una personalidad o que funcionan como un índice defectuoso para que nosotros tengamos que reponer el resto.

Es decir, mientras que en películas como “Match Point” todavía se alcanzaba la catharsis por medio de la construcción de personajes interesantes o de una narración ajustada en la que la tensión crecía progresivamente hasta el desenlace operístico (acentuado por la elección de la música), en el resto de sus films Allen se va a contentar con expresar y resolver el conflicto de una manera esquematizada y reducida. Pero Woody Allen no trabaja por sustracción de elementos a la manera de Borges, Kafka o Beckett, sino que aquí la sustracción es déficit, es pobreza narrativa, es plantear los grandes temas como tópicos, como moralejas positivas y asimilables que nos dejan conformes y seguros de nosotros mismos. El cine de Woody Allen se volvió complaciente, parodia involuntaria de sí mismo, cine midcult (para utilizar la terminología de Umberto Eco), un pasatiempo pequeño-burgués con pretensiones intelectuales.

A la luz de lo anterior, el éxito mundial de “Midnight in Paris” (la película de Woody Allen más taquillera de la historia) no parece tan inexplicable. Es decir, más allá de que sea quizás la película más compacta e ideológicamente correcta de toda la serie europea, la utilización de los grandes nombres de artistas que aparecen en el film llevan al célebre namedropping (técnica mediante la cual se mencionan autores, lugares o conocimientos “elevados” de una manera descontextualizada con el fin de impresionar a los demás) a otro nivel: si antes en su filmografía la cita culta descontextualizada era utilizada como material para el gag o para identificar los caracteres de un personaje, aquí estructura y determina la trama. La materialización física de la cita deja en evidencia aún más el contenido wikepédico del conocimiento de Allen, ya que la representación de esos artistas no hace sino reproducir los estereotipos que el imaginario popular tiene sobre ellos (Fitzgerald como el dandy afectado, Gertrude Stein como la tomboy que da amparo a todos, Hemingway y su masculinidad exacerbada, etc). Y aunque se pueda aducir que estos artistas aparecen distorsionados como producto de la nostalgia inicial de Gil (un escritor americano frustrado que viaja a París a buscar la inspiración para escribir su novela), no es menor que estas figuras claves del siglo XX aparezcan de modo tal que generen en el espectador o la complicidad canchera del que sabe o la satisfacción del neófito por acceder a ese mundo intelectual de modo que no ponga en dudas sus creencias previas.

¿Réquiem para Woody Allen?

El crítico norteamericano Jonathan Rosenbaum hace un tiempo se preguntaba porqué Woody Allen continuaba siendo la referencia ineludible del cine arty estadounidense, qué es lo que lo hacía tan esencial e irremplazable al publico. Rosenbaum sostenía que el éxito de Allen podía  explicarse en la sutil manera en la que representaba a los intelectuales (o a los grandes temas, podríamos agregar), ya que a partir de ello conseguía satisfacer la curiosidad intelectual del publico no erudito sin plantearle demasiados desafíos intelectuales o sin implicarlo en la tarea de trabajar en la producción del sentido.

En este sentido, el personaje de Mónica (interpretado por Ellen Page) en “To Rome with Love”, parece una síntesis de todos sus vicios y defectos y una encarnación de su inconsciente expresándose libremente, ya que en ella se depositan una serie de características reconocidas por el propio Woody Allen (el personaje de Alec Baldwin –una suerte de coro griego o espíritu consejero de Jesse Eisenberg- es capaz de leerla a través y ver todos sus defectos antes que los demás) pero que no terminan de ser asumidas como propias y que afloran y hablan de él sin que nada pueda hacer para evitarlo. Es decir, siempre hay en sus películas un personaje masculino que oficia de alter ego de Woody Allen, una figura en la cual desplaza toda su batería de tics, manierismos y al cual dota de una carga libidinal en la que se hace imposible no identificarlo (en este caso el inocente e inteligente Jack interpretado por Jesse Eisenberg); pero la figura de Mónica es distinta, ella condensa y simboliza el período actual de Allen: 1) bonita, cool y seductora por fuera, pero por dentro llena de las mismas inseguridades y lugares comunes que el resto, 2) falsa intelectual que parece saber de todo, pero de la cual sospechamos (el propio Woody es quien sospecha) que sólo “conoce dos o tres frases de cada poeta” para impresionar, 3) amante de la aventura y que manifiesta preferir quedarse con el joven sensible en Roma, pero que a la primera de cambio vuelve a Hollywood y a enamorarse del actorcete del momento. Es decir, en ella se encuentran irresueltos y llevados al límite todos los vicios (pasados y recientes) y contradicciones de Woody Allen.

Vistos bajo este nuevo prisma me pregunto y pienso (con miedo) si toda la obra de Woody Allen no adolece de los mismos síntomas señalados aquí sobre sus últimas películas. ¿No estaban antes en su filmografía el namedropping (“Manhattan”), la distancia y la subestimación sobre sus personajes (“Celebrity”), cierto etnocentrismo occidental burgués (“Bananas”, “Love and Death”), el excesivo cinismo (“Small Time Crooks”), la simplificación de los grandes temas (“September”), la reducción de la trama de una película a una moraleja positiva y manejable (“Zelig”, “Radio Days”)? El gag que ahora nos parece tonto (el tenor cantando bajo la ducha) ¿no es similar en tono y factura al de películas pasadas (cualquiera de “Everything You Always Wanted to Know About Sex But Were Afraid to Ask”)? Y a su vez -y aquí es donde entramos en terrenos peligrosos- contemplar por enésima vez una trama de –pongamos como ejemplo- triángulos amorosos e infidelidad (“Vicky Cristina Barcelona”, “You Will Meet a Tall Dark Stranger”, “To Rome with Love”), ¿no irradia negativamente a sus películas anteriores en la que esta temática aparecía con cierta novedad (“Hannah and Her Sisters”, “Crimes and Misdemeanors”, “Melinda and Melinda”)?

Quizás estos puntos eran pasados por alto ante películas que, a diferencia de las actuales, se presentaban como sólidas, graciosas, novedosas e inteligentes. Tendríamos que pensar cuánto de embelesamiento inicial y cariño incondicional había en nosotros para hacer la vista gorda ante cuestiones que en otros directores encontraríamos imperdonables. Ver sus viejas películas a partir de hoy no será una tarea tan fácil para nuestros egos.

domingo, 14 de julio de 2013

Hoy poesía. Solos y solas.



Para A.R que me enseñó (entre otras cosas)
 que los hombrecitos también podemos leer poesía.

El nirvana del hombre “cultural” actual consiste justamente en derribar todas las barreras de “intelectualidad” previas. Es dejar de ceñirse a las reglas de lo permitido y lo no, y empezar a actuar bajo el criterio de “lo hago pero irónicamente”. Es darse cuenta que ya no existe nada más en el universo que puede llegar a molestar ni a agradar por completo y que nadie ni nada fija su atención sobre el libre accionar cotidiano. 
Alcanzar el nirvana del hombre actual es darse cuenta que nirvana era una banda de mierda; es descubrir que la cumbia ya ni siquiera molesta y que el pelilargo ese se llama pablito lescano y se tiene que transformar en mi nuevo mejor amigo; es darse cuenta que malick en realidad no es ningún genio como dice ser y que en realidad es un plomo bárbaro con aspiraciones megalomaníacas; es irse de vacaciones todo pago y darse cuenta que es una cagada, y enunciarlo en voz alta, “esto es una mierda, todo viejo, aburrido, me quedo con el tejido parquechasesco de las rues paranaenses”; es cerrar el rabelais de batjin y salir a la calle en febrero a ver 45 negros con bombos y redoblantes y 65 negras moviendo desincronizadamente el culo; es escribir mal el apellido de batjin y no pararse a corregirlo; es darse cuenta que el indio se la come y que cerati se la da; es creer que siempre va a existir una cita relevante de barthes para hacerse el canchero, o tragarse el verso de que el autor se murió. 

El nirvana del hombre cultural consiste en última instancia en no intentar enunciar en que consiste el nirvana del hombre cultural actual. 


Hablar de un libro, sin prejuicios, sin ideas previas, sin saber de lo que se habla, hablar como si fuera la primera vez, como si no se manejase los temas, como si se confundiesen las especialidades. Hablar del libro como si se hablara desde hace mucho tiempo atrás pero siendo lo más contemporáneo posible. Creer que todo se puede explicar desde ningún teórico posible y que solo importa hablar de las impresiones, de los subjetivemas, de la experiencia y el trato personal, de recordar que un libro también es un cuerpo sólido, y que también como eso, puede desvanecerse en el aire  o que ya ni siquiera importe eso, y que se trate solo y únicamente de no desvanecerse uno mismo.   






“Usted es la única artífice de sus sonetos y de sus mutilaciones”.
Jay Jay Saer.

El libro en cuestión es “solos y solas” de Tamara Kamenszain, un librito chiquito y marrón editado por lumen hace un par de añitos que tuvo un momento de fama con el famoso verso, poema/ apartado  de “cuando te vea por primera vez”.
No voy a encuadrar el libro en marcos teóricos, ni encerrarlo en una lectura encorsetadora, vacía de sentido, víctima del atropello de alguien que quiere hablar sobre un libro y no sabe que decir y recurre a la mirada y a la voz de un otro teórico. 
No voy a establecer ningún tipo de juicio valorativo más allá del simple “me gustó” porque eso ya forma parte de un pasado obsoleto donde la critica importaba, los críticos eran respetados y donde la gente que se dedicaba a buscar el uso del hipérbaton en la obra borgeana  era mirada con buenos ojos y producía un bien material, tangible para el país, digno de ser mantenido como si se tratase de una academia de retóricas. 

Solos y solas es no el resultado, sino el producto, o la consecuencia, o hay quienes dirán que es la causa de una pérdida. Las pérdidas se escriben cuando ocurren para luego ser revisadas, tiempo después, con cierto spleen melancólico e ínfulas efímeras de resarcimiento.
Tamara Kamenszain escribe sobre una pérdida, y como no es mi intención juzgar que tipo de pérdida, y además no pienso hacer ningún tipo de afirmación excepto la que va a haber a continuación Afirmación rotunda: Solo se lamentan la pérdida de tres tipos: la perdida de una vida cercana, significativa, víctima del halo inexorable de la muerte; la pérdida de un amor, víctima del halo inexorable de la vida; y la pérdida de la categoría. 

Tamara Kamenszain escribe porque perdió algo y necesita sublimarlo de algún modo. La escritura, aparece nuevamente como un medio, como lo que siempre fue, como un hecho que está en la superficie misma del interior de cada uno y debe escupirse al mundo. No estoy diciendo que la haya dejado la pareja, lo cual solo me interesaría en términos  de cotilleo literato, sino que escribe porque hay algo que le hace ruido y no puede llegar, como si fuese una idea precisa que no puede simbolizar, o como despertarse cada mañana sabiendo que hay algo que no está siendo como debería ser pero aún no sabemos qué, como mirar al sol fijamente en una siesta otoñal para entender que es una bola de fuego gigante orbitando de manera cuasi estática a millones de kilómetros, como entender que una simple metáfora no alcanza sino se llega al término buscado y que todo el trabajo es vano como una metáfora inacabada que se cierra y se contiene a sí misma.

Tamara Kamenszain escribe porque se siente sola y lo único que tiene es un lápiz y papel, o una notebook, o una tabla de arcilla y una cuña. Se siente tan sola que escribe un libro que se llama “solos y solas”, como invitando a uno a que le pregunta si le pasa algo, si necesita compañía, si se quiere pasar un rato a la tarde para ir a dar una vuelta o que vió que andaban regalando unos cachorritos en el centro si no quiere que le regalen uno.  Y en el acto mismo de la escritura, se conecta con la otredad, no ya de un lector, sino con la otredad de sí misma, de decidir si lo que escribe vale la pena o no, si está bueno o no, si sirve para ser editado o no, si va ser un éxito o no, si es lo último que escribe en su vida o no, o si de verdad está, (estamos) solos y solas o no frente a la hoja.

Tamara Kamenszain escribe porque es la autora del texto. El autor vive, está en el texto como un rasgo ferreo, se arrastra sobre el rastro de manera atroz, arrestando el resto de sus propios trazos, como cubriendo su rostro de rasgos aterrorizados, como observando el desastre del texto, destrozando sus  borrones y destronándose de su lugar de autor a cargo.

Tamara Kamenszain escribe un libro de “64” páginas que cuesta 59 pesos.
Tamara Kamenszain escribe 1665 palabras, 54 páginas escritas, en un total de 14 poemas, separadas en 3 “secciones”. 
Tamara Kamenszain escribe un libro que se vende a  un peso y nueve centavos por página, donde cada página escrita por ella cuesta tres pesos con diez centavos, donde cada palabra brotada de su  tercera circunvolución izquierda cuesta algo así como tres centavos y medio. 

Y cerca del final de todo eso, hay un poema que debería costar según estos cálculos cerca de tres pesos con setenta y cinco centavos. 

El poema:


cuando escribí el poema me sobraban motivos
Girri nos enseñó después que el motivo es el poema 
y ahora me pescan como en acto fallido 
dos o tres palabras lisas y llanas 
“te veo” “me ves” no quieren decir nada
pero si reconocés mi letra me avergüenzo ante el espejo
¿de que si no estoy hablando de mí?
¿de que si cuando escribo no te hablo?
despunto por vos la adicción que me tiene atada
a ese dialecto que aprendí de chica
se pronuncia arrastrando la monogamia de los míos
de que me avergüenzo entonces
si lo que me pesa desde la cuna todavía
para bien o para mal no es otra cosa
que la alianza con mi padre



A veces un libro de poesías no es más que tres versos juntos.