miércoles, 13 de noviembre de 2013

Memoria y crítica. Recuerdos difusos de un cinéfilo



“La memoria pertenece a la imaginación”

Alain Robbe-Grillet


Las cosas duran menos en su transcurrir que en su recuerdo. Hechos nimios, breves e imperceptibles en su acontecer pueden resonar, influir, determinar nuestro presente por su presencia solapada en nuestra consciencia o por su mera rememoración. A su vez los hechos cobran una relevancia inusitada que no lo tuvieron en el momento de su advenimiento, como si el recuerdo fantasmático nos dijera una verdad más profunda y objetiva que el hecho en sí. 

Durante el visionado de una película podemos estar plenamente conscientes y disfrutarla, rechazarla, reflexionar sobre ella, pero sólo el tiempo y su recuerdo (u olvido) nos dice su verdadero impacto en nosotros.  Las películas que vale la pena rescatar de la fosa común no son quizás las que más disfrutamos, sino aquellas que nos interpelan, que generan choques en el pensamiento, a las que siempre estamos volviendo aun cuando no sepamos porqué.

La distancia temporal con la visión de una película, su rememoración, su olvido, le hacen cosas a la película, la transforman, la deforman hasta hacerla otra, reforzando sus características internas objetivas (presentes o solo enunciadas) o incorporando cuestiones subjetivas de la visión que hacen que sus límites tiendan a acentuarse o borrarse. 


Todo es recuerdo en el sentido en el que hay que ir al pasado para pensar, pero el recuerdo que pienso no es uno que se centre en los personajes, la historia o la cronología de eventos, sino una memoria o crítica mítica (tal como lo sostiene Barthes en S/Z), impresionista, corporal, vivencial. Una subjetividad total de la mirada que horade el film, le introduzca una grieta por donde entren nuestras más profundas obsesiones y traumas.


Por ejemplo.


Recuerdo La inmortal de Alain Robbe-Grillet como un gran sueño. Película sin contornos, empastada, en la que figuras y fondos se confunden entre sí. Una imagen poco nítida, opaca, que se diluye y difumina hacia la luz o la oscuridad total. Una copia mala en vhs que genera el efecto de una lejanía, una sensación de extranjería (como la del personaje) ante lo que nos rodea. Estambul como el arquetipo de Oriente, como lo otro, como una alucinación, como pesadilla, como una cárcel voluntaria que nos retiene, nos inmoviliza porque no sabemos sus reglas.


Recuerdo Los salvajes de Alejandro Fadel como el relato de una desmaterialización, de un devenir ascético. La película se va desprendiendo de sus personajes, de su anécdota, de la lógica causal del relato; las imágenes van progresivamente perdiendo peso propio, se trituran, hasta llegar a la nada misma. Sólo queda un territorio, pedregoso, amarronado, sepia que continua aún tras la desaparición de sus personajes. En una entrevista Fadel comentó que en su idea original la película duraba unos quince minutos más en la que la cámara seguía el deambular de los perros que acompañaban a los personajes. La idea me resulta fascinante, hasta tal punto que ya se ha incorporado en mi memoria como parte integral de la película: la imagen de los perros no deja de atormentarme, un relato que se desterritorializa hasta tal punto de prescindir de toda conciencia humana que guíe la visión y que deviene absolutamente impersonal o animal.


Recuerdo que mi madre me contó cuando yo era apenas un adolescente un recuerdo insistente que ella tenía con respecto al Huevo de la serpiente de Ingmar Bergman. Ella recuerda una escena en la que unos protonazis realizan una serie de experimentos físicos y psíquicos a unos prisioneros, en especial uno en el que una mujer encerrada en una habitación (que más podría denominarse celda psiquiátrica) junto con un bebé que no para de llorar. Ella intenta consolarlo por todos los medios sin lograr resultados. Incapaz e impotente la mujer comienza a volverse loca, hasta que decide hacer callar al bebé arrojándolo violentamente contra una pared. De más está decir que ese relato me traumo levemente durante muchos años. Hace no tanto vi por primera vez la película, en un principio porque es Bergman y es nuestro deber ver todas sus películas, pero principalmente movido por el morbo de aquella escena. Mi perplejidad fue mayúscula cuando al ver dicha escena comprobé que luego de que la mujer, ya en un incipiente grado de locura ante el llanto del bebé, se acerca a él de forma animosa un corte abrupto nos envía a una escena distinta. La madre nunca agarra al bebé ni destroza su pequeño cuerpo contra la pared para hacerlo callar. El recuerdo falso e imaginado como real de mi madre ya es mi propio recuerdo falso porque esa escena ya forma parte invariablemente de la película.


Recuerdo la idea general y algunas escenas dispersas de Week-end de Jean Luc Godard pero se me hace imposible reconstituir una historia, una anécdota. Cada escena se me presenta autónoma, genial y reactiva a las conexiones con lo que paso antes y lo que paso después. Un asesinato, un embotellamiento, una escena de canibalismo y todo por algún tipo de crítica a la sociedad burguesa que apoyamos pero no comprendemos. Película molecular, en la que cada plano parece conspirar para destruir el resto.


Recuerdo la profunda felicidad tras ver Cold Weather de Aaron Katz. Recuerdo una primera mitad húmeda, grisácea, mediocre, una ciudad industrial sepultada por lluvia y la rutina. Recuerdo una segunda mitad llena de aventuras, misterios e invenciones lúdicas imposibles de recrear sin la intimidad intangible pero visible entre esos hermanos.


Recuerdo la degradación, perversión y profunda suciedad que impregna cada uno de los planos de El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante de Peter Greenaway. Recuerdo travellings laterales, planos y profundos que nos conectaban un afuera oscuro y mugriento con un adentro en el que ni lo aristocrático del salón podían impedir el ambiente venéreo y libertino.


Recuerdo (probablemente de forma exagerada) que en los primeros diez minutos de El diablo probablemente de Robert Bresson no se ve un rostro, sólo un conjunto de pies, manos y torsos interactuando.


Recuerdo ver fascinado el Kuwait pos guerra del golfo de Lecciones en oscuridad de Werner Herzog como si fuera un planeta alienígena, inhabitable, caótico.


Recuerdo Diamantes en la noche de Jan Nemec con la angustia que se vive por una pesadilla de la que no podemos despertarnos. Imágenes fragmentadas de cuerpos escapando sin saber muy de qué y por qué. Estructura circular, interminable y pesada como cuando se intenta caminar en un sueño.


Recuerdo el viento de El caballo de Turín de Béla Tarr. Recuerdo las lluvias de Los siete samuráis y Rashomon de Akira Kurosawa. Recuerdo la materialización de luz a través de las ventanas en Tren de sombras de José Luis Guerrín. Recuerdo los colores de El desierto rojo de Michelangelo Antonioni. Recuerdo la oscuridad claustrofóbica de El descenso de Neil Marshall. Recuerdo el sol calcinante de Gerry de Gus Van Sant.


Recuerdo todas las grandes películas que vi y que me hicieron otro.


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